Dicen que los sentidos me jugaron una mala pasada, que seguro lo que vi fue sólo un contraste de luces y sombras y que no hay
nada allí.
Dicen también que seguramente ayudó al espejismo ese persistente viento nocturno que, maldito sea, no deja de soplar meciendo las ramas de la vieja palmera del
vecino.
Todo puede ser explicado por medio de la razón, agregan con suficiencia enciclopédica.
Con el ceño fruncido y aire académico argumentan que nadie te vió, que no existís, que sólo es imaginería mía y que me
extraña araña que en pleno siglo veintiuno un tipo como yo pueda creer en tamaña
superchería!
No digo nada, los dejo que se burlen de mí con aplicada puntillosidad
y vuelvo al jardín para verte otra vez sentado en lo más alto del árbol.
La cabeza baja, tus alas meciéndose con el viento, tu piernas colgando pendulantes en el vacío que se extiende entre la rama que te sostiene y el
piso.
Me pregunto si en esta fría noche de otoño decidiste tomarte un descanso o si, tal vez, viniste a decirme algo?
Me mirás con ese sentimiento de indiferencia que deja
entrever un “no te preocupes, todavía no es tu hora pero te prometo que en
algún momento volveré por vos”.
Enciendo un cigarrillo y ambos sonreímos porque sabemos que los efectos del tabaco
serán el motivo de tu regreso.
Por la mañana regreso al jardín a encender otro cigarrillo pero ya no estás.
Un mensaje llega al celular. Es mi hermana que escribe
“Falleció la tía Felisa. No te preocupes en venir, ya la llevaron al
cementerio…”