domingo, 25 de septiembre de 2016

Hormiga

Una hormiga colorada camina peligrosamente por el borde de la piscina, resbala y cae al agua. A las claras se ve que la naturaleza no la ha dotado de las condiciones físicas necesarias para nadar y hace esfuerzos denodados para no hundirse tratando de llegar nuevamente a la orilla.
Agita sus seis patitas frenéticamente y aún así no logra moverse del lugar en donde ha caído.
La miro luchar en ese ambiente hostil, en esa sustancia que lentamente la va penetrando y sofocando. Sus antenas van de aquí para allá y a mí se me antoja pensar que de esa forma debe estar pidiendo auxilio.
Sus congéneres pasan cerca del lugar sin siquiera detenerse a mirar lo que está sucediendo. Ni la muerte como espectáculo las distrae de la tarea de encontrar el alimento diario.
Tomo una ramita, la acerco a ella y la pobre se prende con uñas y dientes. La deposito en el suelo; está exhausta y empapada. Lentamente el sol la va calentando y empieza a reaccionar.
Imagino que para ella, la ramita fue algo así como la Divina Providencia, la ayuda de un ser más inteligente que decidió salvarla de su horrendo final, un dios imperfecto al que sin motivo aparente se le ocurrió sacarla de un apuro.
Mientras la observo desembarazarse de las últimas gotas de agua me pregunto si, a otra escala, nos pasará lo mismo. Tal vez Dios, de vez en cuando, pasa por nuestras vidas, tiende su mano salvadora y nos rescata de nuestros problemas con el único interés de torcer el destino.
Tal vez Dios es apenas un ser que se pregunta las mismas cosas que yo sin comprender demasiado lo que hace.
Pero algo anda mal, la hormiga enfila otra vez hacia la piscina y vuelve a caer al agua.
Esta vez no interfiero pues, indudablemente, se trata de un suicidio. Los motivos de su decisión poco importan. A veces los hombres y las hormigas se cansan de la rutina y de ser lo que no quieren ser.
Me voy sabiendo que pasará mucho tiempo hasta que vuelva a interesarme en las hormigas.
Probablemente a Dios le pase lo mismo con los seres humanos.

sábado, 24 de septiembre de 2016

La Vecina

Ayer murió la vecina. Vivía sola, con su perro, en la casita frente a la mía.
Vaya uno a saber si fue porque las chusmas del barrio no la veían desde hacía rato o simplemente porque los insoportables e insistentes ladridos de su cuzco mestizo quebraban el silencio de una calle siempre tranquila, alguien imaginó lo peor y por la noche avisó a la policía.
Detrás de la ventana de mi cuarto pude ver llegar a los patrulleros con sus luces parpadeantes y a dos agentes echar abajo la puerta de entrada.
Luego de un rato, confirmaron el deceso.  
Más tarde, llegó la morguera para darle más dramatismo al espectáculo y alimentar la consternación de los vecinos agolpados en la puerta de su casa. 
"El Gran Finale para los solitarios" me dije mientras me invadía un horror más cercano a la vida que a la muerte.
Porque ese despojo de huesos y carne cubiertos por una sábana que los enfermeros trasladaban en una camilla hacia la caja de la camioneta, alguna vez fue una niña pequeña a quien seguramente alguien amó, alimentó y cuidó. 
Alguna vez fue joven, tuvo sueños y alegrías y finalmente, ya golpeada por las decepciones de los años, se habrá preguntado en más de una oportunidad "para qué vivimos?"
Tal vez, la única respuesta sea el espanto de saber que vivimos para esto, para nada.

viernes, 23 de septiembre de 2016

Lo Bello y lo Bueno

Una señora que no conozco me habla, se esfuerza en explicarme la situación. La miro sin poder concentrarme (me siento un villano).
Una muerte buena, me dice, una muerte linda.
Pienso en sus palabras pegajosas como alquitrán, las oigo respirar, las siento como miles de arañas trepando por las paredes, llenando todo el recinto.
El monocorde sonido de su voz tiñe la historia de un triste y gris dolor que no se refleja en las facciones duras de su rostro.
Una muerte linda, repite, una muerte buena. Vagos significados.
"Perras Negras", balbuceo sin que la señora comprenda lo que estoy diciendo ensimismada en el perverso y extraño placer de relatar minuciosamente la tragedia.
Perras Negras (como a Cortázar le gustaba llamar a las palabras) huidizas, escapando cuando más necesitamos explicar el dolor, cuando más imperiosa se hace la necesidad de que regresen y desanuden esa confusa y enredada madeja en la que se han convertido los sentimientos.
Agita un papel, un documento que dice que alguien ya no es, que no existe, que dejó de ser vida para ser nada e insiste en reafirmar que tuvo una muerte buena.
"Sí, buena", le digo sin dejar de pensar en lo tautológico de la frase que reverbera en mis oídos. En un mundo en donde todo es algodón manchado, en donde todo se corrompe, la muerte es bien.
Una muerte linda, porfía hasta el cansancio sin darse cuenta de que sin querer se ha transformado en un arquero ciego disparando en la oscuridad y acertando en el mismísimo centro del blanco en donde la muerte se agiganta y es la belleza exquisita y perfecta.
Porque al hombre le ha explotado la aorta, se le han retorcido los brazos, se le han dado vuelta los ojos y ha sangrado profusamente por la boca y las fosas nasales, en una agonía tan terrible como dolorosa que duró una eternidad.
Qué hay de lindo en ese espantoso escenario, qué hay de bueno en morir tan joven?
De regreso a casa, busco en un viejo cuaderno el comienzo de un cuento jamás concluido:


"Los ojos vidriosos y bien abiertos. Vaya uno a saber lo que viste en el último destello de luz que procesaron tus sentidos.
Nadie puede saberlo pero, a juzgar por tu mueca de desilusión, la muerte no tiene la grandiosidad que todos le adjudican."