viernes, 28 de diciembre de 2018

El Paraguayo

Tal vez porque Dios no juega a los dados ni deja que la existencia de sus criaturas navegue en las aguas turbulentas del azar no sentí sorpresa cuando el motor del taxi tosió dos veces antes de detenerse completamente.
Tal vez porque en este complejo universo no queda espacio para acciones que no se rijan por las férreas leyes de las matemáticas permanecí inmutable cuando, meneando la cabeza, el chofer me dijo que el auto lo tenía loco, que hacía varios días que venía fallando y el mecánico no encontraba el motivo.
Estaba escrito que así debía suceder.
Miré el reloj que corría inexorable y decidí abonar el viaje trunco lanzándome a caminar el resto del trayecto hasta mi destino de salas de reuniones y entrevistas con hombres de trajes grises.
Y porque en el delicado equilibrio del cosmos no hay cabida para las casualidades, me interné sin dudarlo en aquella calle en donde los enormes y frondosos paraísos se alzaban majestuosos intentando disimular la precariedad de un barrio pintado de pobreza y marginalidad.
Y bastó con pensarlo para que se diera como lo había imaginado.
En esa esquina mugrienta, bajo un cartel destartalado que en vano prohibía arrojar basura, un grupo de adolescentes bebía cerveza y hablaba a los gritos.
Una alarma se encendió en mi interior y tuve la certeza de que las cartas estaban echadas, que así debía ser, que aunque las veredas rotas me pusieran escollos avisándome que me detuviera y regresara por donde había venido debía seguir avanzando.
El morochito huesudo fue el primero en percatarse de mi presencia e interrumpiendo sus juegos de truhán se acercó para cortarme el paso.
__Dame lo que llevás ahí – me espetó señalando el maletín en donde cargaba mi laptop.
Los demás permanecieron expectantes en espera de mi reacción.
Sonreí al comprender la magnitud de los acontecimientos. Me había sido encomendado representar un papel y debía cumplirlo a rajatabla aún sin entender las causas y efectos de mis acciones.
“Demasiado joven para lastimarlo” pensé (o lo dije en voz alta) mientras le propinaba un golpe con la mano abierta como si fuese un padre que sorprende a su hijo haciendo algo indebido.
Plaf! El cachetazo certero se estrelló en su rostro llevando más sonoridad que violencia haciendo retroceder al muchacho más por la sorpresa que por su potencia.
Como un cuchillo filoso el silencio de la patota cortó el aire de esa cálida tarde.
Vaya a saber por qué no reaccionaron. Quizás esperaban que entregara el botín mansamente o que la cobardía de su secuaz no fuera tan evidente.
Y entonces, el morochito huesudo gritó con la voz entrecortada por el llanto contenido
__Ahora te la vas a tener que ver con el paraguayo…
Y como si la amenaza hubiera sido un llamado ineludible, desde el viejo conventillo de chapa asomó la figura amenazante de aquel mastodonte de uno noventa y ciento diez kilos de peso.
La musculosa mugrienta adherida al cuerpo casi como un tatuaje más y los pantalones raídos apenas sostenidos a la cintura por un piolín a modo de cinturón cubriendo sus poderosas piernas.
Su cara rústica, sus rasgos aindiados, sus brazos robustos y algo brillante en su mano derecha, empuñado a manera de macana.
Su paso se aceleró hasta convertirse en leve carrera y la descarga furibunda del golpe en forma de llave inglesa no tardó en llegar.
Mi vida en un segundo.
Esquivé su ataque asesino observando como, en su vehemencia, el paraguayo olvidaba proteger su rostro.
Cerré el puño apuntando a su mandíbula y descargué el puñetazo intuyendo que éste terminaría por derribarlo.
El sonido seco resonó en la habitación y un dolor insoportable se instaló en mi mano derecha.
__Qué hacés?! –me dijo mi mujer que se despertó sobresaltada por la trompada que le acerté a la pared de la cabecera de la cama.
__Nada, nada – respondí –estaba soñando…
Tal vez, porque Dios no juega a los dados y en el universo no hay espacio para las casualidades, este sueño quiera decir algo.
Porque sino no se entiende por qué estuve vagando por un lugar en donde jamás había estado y peleando con gente que nunca conocí.



domingo, 28 de mayo de 2017

Angel de la Muerte

Dicen que los sentidos me jugaron una mala pasada, que seguro lo que vi fue sólo un contraste de luces y sombras y que no hay nada allí.
Dicen también que seguramente ayudó al espejismo ese persistente viento nocturno que, maldito sea, no deja de soplar meciendo las ramas de la vieja palmera del vecino.
Todo puede ser explicado por medio de la razón, agregan con suficiencia enciclopédica.
Con el ceño fruncido y aire académico argumentan que nadie te vió, que no existís, que sólo es imaginería mía y que me extraña araña que en pleno siglo veintiuno un tipo como yo  pueda creer en tamaña superchería! 
No digo nada, los dejo que se burlen de mí con aplicada puntillosidad y vuelvo al jardín para verte otra vez sentado en lo más alto del árbol.
La cabeza baja, tus alas meciéndose con el viento, tu piernas colgando pendulantes en el vacío que se extiende entre la rama que te sostiene y el piso.
Me pregunto si en esta fría noche de otoño decidiste tomarte un descanso o si, tal vez, viniste a decirme algo? 
Me mirás con ese sentimiento de indiferencia que deja entrever un “no te preocupes, todavía no es tu hora pero te prometo que en algún momento volveré por vos”.
Enciendo un cigarrillo y ambos sonreímos porque sabemos que los efectos del tabaco serán el motivo de tu regreso.  
Por la mañana regreso al jardín a encender otro cigarrillo pero ya no estás.

Un mensaje llega al celular. Es mi hermana que escribe “Falleció la tía Felisa. No te preocupes en venir, ya la llevaron al cementerio…”   

domingo, 25 de septiembre de 2016

Hormiga

Una hormiga colorada camina peligrosamente por el borde de la piscina, resbala y cae al agua. A las claras se ve que la naturaleza no la ha dotado de las condiciones físicas necesarias para nadar y hace esfuerzos denodados para no hundirse tratando de llegar nuevamente a la orilla.
Agita sus seis patitas frenéticamente y aún así no logra moverse del lugar en donde ha caído.
La miro luchar en ese ambiente hostil, en esa sustancia que lentamente la va penetrando y sofocando. Sus antenas van de aquí para allá y a mí se me antoja pensar que de esa forma debe estar pidiendo auxilio.
Sus congéneres pasan cerca del lugar sin siquiera detenerse a mirar lo que está sucediendo. Ni la muerte como espectáculo las distrae de la tarea de encontrar el alimento diario.
Tomo una ramita, la acerco a ella y la pobre se prende con uñas y dientes. La deposito en el suelo; está exhausta y empapada. Lentamente el sol la va calentando y empieza a reaccionar.
Imagino que para ella, la ramita fue algo así como la Divina Providencia, la ayuda de un ser más inteligente que decidió salvarla de su horrendo final, un dios imperfecto al que sin motivo aparente se le ocurrió sacarla de un apuro.
Mientras la observo desembarazarse de las últimas gotas de agua me pregunto si, a otra escala, nos pasará lo mismo. Tal vez Dios, de vez en cuando, pasa por nuestras vidas, tiende su mano salvadora y nos rescata de nuestros problemas con el único interés de torcer el destino.
Tal vez Dios es apenas un ser que se pregunta las mismas cosas que yo sin comprender demasiado lo que hace.
Pero algo anda mal, la hormiga enfila otra vez hacia la piscina y vuelve a caer al agua.
Esta vez no interfiero pues, indudablemente, se trata de un suicidio. Los motivos de su decisión poco importan. A veces los hombres y las hormigas se cansan de la rutina y de ser lo que no quieren ser.
Me voy sabiendo que pasará mucho tiempo hasta que vuelva a interesarme en las hormigas.
Probablemente a Dios le pase lo mismo con los seres humanos.

sábado, 24 de septiembre de 2016

La Vecina

Ayer murió la vecina. Vivía sola, con su perro, en la casita frente a la mía.
Vaya uno a saber si fue porque las chusmas del barrio no la veían desde hacía rato o simplemente porque los insoportables e insistentes ladridos de su cuzco mestizo quebraban el silencio de una calle siempre tranquila, alguien imaginó lo peor y por la noche avisó a la policía.
Detrás de la ventana de mi cuarto pude ver llegar a los patrulleros con sus luces parpadeantes y a dos agentes echar abajo la puerta de entrada.
Luego de un rato, confirmaron el deceso.  
Más tarde, llegó la morguera para darle más dramatismo al espectáculo y alimentar la consternación de los vecinos agolpados en la puerta de su casa. 
"El Gran Finale para los solitarios" me dije mientras me invadía un horror más cercano a la vida que a la muerte.
Porque ese despojo de huesos y carne cubiertos por una sábana que los enfermeros trasladaban en una camilla hacia la caja de la camioneta, alguna vez fue una niña pequeña a quien seguramente alguien amó, alimentó y cuidó. 
Alguna vez fue joven, tuvo sueños y alegrías y finalmente, ya golpeada por las decepciones de los años, se habrá preguntado en más de una oportunidad "para qué vivimos?"
Tal vez, la única respuesta sea el espanto de saber que vivimos para esto, para nada.

viernes, 23 de septiembre de 2016

Lo Bello y lo Bueno

Una señora que no conozco me habla, se esfuerza en explicarme la situación. La miro sin poder concentrarme (me siento un villano).
Una muerte buena, me dice, una muerte linda.
Pienso en sus palabras pegajosas como alquitrán, las oigo respirar, las siento como miles de arañas trepando por las paredes, llenando todo el recinto.
El monocorde sonido de su voz tiñe la historia de un triste y gris dolor que no se refleja en las facciones duras de su rostro.
Una muerte linda, repite, una muerte buena. Vagos significados.
"Perras Negras", balbuceo sin que la señora comprenda lo que estoy diciendo ensimismada en el perverso y extraño placer de relatar minuciosamente la tragedia.
Perras Negras (como a Cortázar le gustaba llamar a las palabras) huidizas, escapando cuando más necesitamos explicar el dolor, cuando más imperiosa se hace la necesidad de que regresen y desanuden esa confusa y enredada madeja en la que se han convertido los sentimientos.
Agita un papel, un documento que dice que alguien ya no es, que no existe, que dejó de ser vida para ser nada e insiste en reafirmar que tuvo una muerte buena.
"Sí, buena", le digo sin dejar de pensar en lo tautológico de la frase que reverbera en mis oídos. En un mundo en donde todo es algodón manchado, en donde todo se corrompe, la muerte es bien.
Una muerte linda, porfía hasta el cansancio sin darse cuenta de que sin querer se ha transformado en un arquero ciego disparando en la oscuridad y acertando en el mismísimo centro del blanco en donde la muerte se agiganta y es la belleza exquisita y perfecta.
Porque al hombre le ha explotado la aorta, se le han retorcido los brazos, se le han dado vuelta los ojos y ha sangrado profusamente por la boca y las fosas nasales, en una agonía tan terrible como dolorosa que duró una eternidad.
Qué hay de lindo en ese espantoso escenario, qué hay de bueno en morir tan joven?
De regreso a casa, busco en un viejo cuaderno el comienzo de un cuento jamás concluido:


"Los ojos vidriosos y bien abiertos. Vaya uno a saber lo que viste en el último destello de luz que procesaron tus sentidos.
Nadie puede saberlo pero, a juzgar por tu mueca de desilusión, la muerte no tiene la grandiosidad que todos le adjudican."